Cuando uno se desprende temporalmente de su lugar de trabajo es fácil pensar que todo puede resultar maravilloso durante el periodo vacacional. No tiene por qué ser de otro modo. Sin embargo, los turistas no siempre consideramos a quienes sí están en labores.
El complejo sistema que nos atiende a los visitantes es una serie de engranes, como toda organización, de grandes y pequeñas acciones que sin cada una podríamos no sentirnos atendidos con la calidad y calidez que merecemos.
Pero no todo lo que hacen por nosotros es esencial y parece que otros han encontrado nichos laborales en donde algunos quieren olvidarse de todo lo que les provoque fatiga. Me refiero específicamente a los botones, maleteros o bellboys, a quienes hemos alimentado (casi literalmente hablando) con nuestro agradecimiento traducido en “propinismo”. No se considere que pienso que ellos son agendes del Infierno, sino que su afán de elevarnos al Paraíso me parece incómodo y su puesto innecesario si cada quien puede correr con las consecuencias del equipaje que pretende llevar y regresar. A mí.
¿Es una obligación moral o un contrato comunitariamente aceptado? ¿Es solidaridad con la desigualdad de oportunidades de trabajo? No lo sé. Tal vez haya quien sí considere necesaria su operación de tomar las pertenencias y encaminar a los visitantes por algunos metros.
Por otro lado encontramos a todos los prestadores de servicios y comercializadores de bienes. Por ejemplo al transporte público y privado, al gremio hotelero y restaurantero de alimentos y bebidas, a las tiendas de recuerdos y artículos de uso. Y es aquí donde tengo que recordar el refrán de que “el que convierte, no se divierte”.
Es común encontrarnos en bares donde una cerveza tiene el precio de todo el paquete que conseguimos en el expendio, la bebida de café de franquicia al costo de una bolsa completa en el supermercado, o un platillo que puede alcanzar una considerable proporción de nuestra alacena familiar. Nadie nos obliga a consumir y si fuera por esta reflexión muchos ni siquiera saldríamos de casa.
Entonces ¿qué estamos pagando?
La respuesta es crucial. El servicio de muchas personas que mantienen el establecimiento en operación, la atención amable de quienes nos reciben (aún sabiendo que ésa es su obligación adquirida cuando aceptaron ese trabajo), y en todos los casos la experiencia que nos ofrecen para que la transformemos en anécdotas y memorias de vida.
Lo hacemos todos los días, sin necesidad de andar de viaje. Es el precio que se paga por un “no lo haga usted mismo”, e incluye la transportación si no queremos manejar nuestros automóviles, la mensajería y paquetería si no lo entregamos por nuestra cuenta, la representación legal si no tenemos los conocimientos, entre muchos actos que otros hacen por nosotros. Y si lo reflexionamos, seguramente somos el eslabón de otra cadena que les brinda servicio a unos más, quienes tampoco lo hacen por su cuenta, y así nos ganamos el sustento.
Por eso, no dudemos de nuestro trabajo y hagámoslo como si fuera para nosotros mismos.