Escuché, no hace mucho tiempo, a un investigador social hablar acerca del efecto que “sentar cabeza” tiene sobre un trabajador, en particular me referiré a los varones. La premisa partía de la fórmula donde el desempeño laboral de un hombre era directamente proporcional a las responsabilidades que asumía en su hogar.
Visto desde una perspectiva de crecimiento que las personas tenernos a lo largo de nuestra vida, puedo creer dicho planteamiento sin necesidad de una evaluación exhaustiva de instrumentos de medición de fenómenos sociales y resultados. La cosa es simple: cuando somos niños, mayoritariamente somos dependientes (salvo sus honrosas excepciones en las que el trabajo infantil –voluntario o no– se hace presente); luego en la adolescencia, la prioridad es buscar un rumbo, descubrir la vocación e incluso cometer algunas imprudencias como parte del ejercicio de la voluntad, la decisión y descubrir así las consecuencias de nuestros actos.
Pero en la adultez, la cosa cambia. Una vez que nos hemos imaginado a nosotros mismo, al menos medianamente para el resto de nuestras vidas, orientamos los esfuerzos por prepararnos, ya que a través de la obtención de herramientas intelectuales y/o destrezas motrices es que nos colocamos en una posición de trabajo. Algunos con la esperanza de desarrollar constantemente y con pasión esa actividad productiva. Eso apoyado en el caso generalizado de que somos adultos los que a la par de estabilizar nuestra vida personal vamos consolidando la laboral.
Y aunque no son excepciones que confirmen la regla, sí son cada vez más frecuentes los casos de adolescentes que son insertados al trabajo por obligación, ya que han de responder ante una paternidad no planeada. Con ello, pierden prioridad la formación educativa y profesional. Peligrosamente, mientras en lo laboral se asumen responsabilidades para enfrentar las exigencias del hogar y de la familia, al mismo tiempo se continúa en esa etapa imprudencial del desarrollo emocional.
Confieso que alrededor de mis 20 años imaginaba tener mis propios hijos y, en ese entonces y durante los años siguientes, no lo concebí. Seguro de que muchos niños sobreviven –lamentablemente– en medio de la pobreza, mi precario sentido paternalista no me permitía proceder hasta no estabilizarme.
Visto desde una perspectiva de crecimiento que las personas tenernos a lo largo de nuestra vida, puedo creer dicho planteamiento sin necesidad de una evaluación exhaustiva de instrumentos de medición de fenómenos sociales y resultados. La cosa es simple: cuando somos niños, mayoritariamente somos dependientes (salvo sus honrosas excepciones en las que el trabajo infantil –voluntario o no– se hace presente); luego en la adolescencia, la prioridad es buscar un rumbo, descubrir la vocación e incluso cometer algunas imprudencias como parte del ejercicio de la voluntad, la decisión y descubrir así las consecuencias de nuestros actos.
Pero en la adultez, la cosa cambia. Una vez que nos hemos imaginado a nosotros mismo, al menos medianamente para el resto de nuestras vidas, orientamos los esfuerzos por prepararnos, ya que a través de la obtención de herramientas intelectuales y/o destrezas motrices es que nos colocamos en una posición de trabajo. Algunos con la esperanza de desarrollar constantemente y con pasión esa actividad productiva. Eso apoyado en el caso generalizado de que somos adultos los que a la par de estabilizar nuestra vida personal vamos consolidando la laboral.
Y aunque no son excepciones que confirmen la regla, sí son cada vez más frecuentes los casos de adolescentes que son insertados al trabajo por obligación, ya que han de responder ante una paternidad no planeada. Con ello, pierden prioridad la formación educativa y profesional. Peligrosamente, mientras en lo laboral se asumen responsabilidades para enfrentar las exigencias del hogar y de la familia, al mismo tiempo se continúa en esa etapa imprudencial del desarrollo emocional.
Confieso que alrededor de mis 20 años imaginaba tener mis propios hijos y, en ese entonces y durante los años siguientes, no lo concebí. Seguro de que muchos niños sobreviven –lamentablemente– en medio de la pobreza, mi precario sentido paternalista no me permitía proceder hasta no estabilizarme.
No dejaba de pensar ¿Cómo voy a pagar un hijo?
Luego, me hice de otras dependencias lícitas que han absorbido mi presupuesto personal, unas veces menos y otras tantas más de lo que representaría el gasto promedio de un hijo: protección, alimentación, educación y diversión.
Ahora que miro hacia atrás supongo (porque no hay hubieras) que en cualquiera de mis etapas emocionales habría dado respuesta a una personita que me llamara “papá”. En sí la necesidad de manutención habría provocado que yo trabajara más arduamente para conseguir los recursos.
Sinceramente, no extraño ser papá porque es algo que nunca he sabido bien qué se siente. En todo caso he tenido la fortuna de que los hijos de mis hermanos sean un soplo de aliento que me mantiene en movimiento. Trabajo por muchas razones, mas he descubierto como otros padres de familia que no se trata sólo de poner comida en la mesa, sino de que el trabajo sea un motivo de orgullo para ellos.